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Saber hacer con la nada: psicoanálisis, creación y poética

por Carlos Seijas¹

Resumen

Este artículo propone una reflexión sobre el vínculo entre el arte, la creación y la estructura del psiquismo humano, explorando conceptos clave del psicoanálisis lacaniano como la forclusión, la sublimación y el synthome. A través de un enfoque que articula teoría y experiencia estética, se examina cómo el acto creativo puede ser entendido como una respuesta subjetiva a la falta estructural del lenguaje, así como un modo singular de trabajo con el goce. Se abordan, además, las nociones de autoría, originalidad y representación desde autores como Agamben, Foucault y Quignard, situando el arte como poiesis y gesto frente al vacío.


Palabras clave: arte, psicoanálisis, creación, forclusión, sublimación


Abstract

This article offers a reflection on the connection between art, creation, and the structure of the human psyche, drawing on key Lacanian psychoanalytic concepts such as foreclosure, sublimation, and the sinthome. Through an approach that merges theory and aesthetic experience, the author examines how artistic creation can be understood as a subjective response to the structural lack inherent in language, and as a unique way of working with jouissance. It also addresses the notions of authorship, originality, and representation through thinkers such as Agamben, Foucault, and Quignard, situating art as poiesis and gesture in relation to the void.


Keywords: art, psychoanalysis, creation, foreclosure, sublimation


El arte no reproduce aquello que es visible sino que hace visible aquello que no siempre lo es.

Paul Klee, Schöpferische Konfession


Las marcas significantes de una época configuran su producción simbólica. Los historiadores recurren a los objetos del pasado para reconstruir las formas de vida y pensamiento de las comunidades que los generaron. Cada grupo humano imprimió a estos objetos una forma propia, una huella que testimonia su particular modo de estar en el mundo. Estas diferencias no pueden atribuirse al instinto —entendido como repetición biológica de conductas—, sino que emergen en la repetición del acto creador, allí donde surge lo inédito, lo que distingue a una cultura de otra o a una generación de la anterior. Es en este punto donde se vislumbra una intersección fértil entre el arte y el psicoanálisis.


El acto creativo se configura a partir de lo ya dado. En el momento en que se establece una nueva combinatoria significante, emerge un producto distinto, singular. Se trata de delinear esa nada que precede al objeto, de rodearla hasta hacer surgir algo desligado de toda utilidad inmediata. ¿Por qué construir un cántaro si se puede beber directamente del río? La pregunta sobre qué impulsa al ser humano a crear, inventar o producir no se resuelve en el plano instintivo. Aquí el psicoanálisis introduce el concepto de pulsión (Trieb), formulado por Freud para distinguirlo del instinto animal: no es repetición biológica, sino impulso ligado al lenguaje y al deseo.


La novedad es una condición inherente a la creación artística. Una producción en serie, repetitiva, no da cuenta del acto creador, que implica el surgimiento de algo que no estaba previamente inscrito. Esta lógica es la misma que se verifica al final de un análisis: no se trata de un cambio de conducta, sino de la invención de un significante nuevo, uno que no formaba parte del campo de sentido del sujeto. Desde esta perspectiva, y en el marco de una globalización regida por los discursos hegemónicos del capitalismo y de la ciencia, propongo revisar el estatuto del arte. Lacan señaló que, en materia de invención, el arte siempre lleva la delantera al psicoanálisis. Y aunque este último comparte con la ciencia la construcción diagnóstica, también se vincula con el arte en tanto produce un saber como efecto de la experiencia, un saber que transforma el síntoma mediante la palabra, desmontando el engaño estructural que también se encuentra en el núcleo mismo de la obra artística.


El primer concepto que titula este breve trabajo, forclusión, fue elaborado por Jacques Lacan para designar el mecanismo específico que opera en la psicosis, por el cual se produce el rechazo de un significante fundamental, expulsado del universo simbólico del sujeto.² Cuando se produce este rechazo, el significante está forcluido. No está integrado en el inconsciente. La no inscripción del significante en el inconsciente es un mecanismo mucho más radical que el de la represión. Así como para los contenidos que fueron objeto de la represión el retorno de lo reprimido es un proceso psíquico que ocurre a través de diversas formaciones del inconsciente (sueños, actos fallidos, síntomas neuróticos), en el caso de la forclusión (mecanismo por excelencia de la psicosis) el retorno es en forma alucinatoria, es decir, lo forcluido retorna en lo real.³


La forclusión es, para la teoría psicoanalítica lacaniana, el proceso que ocurre en las personas que sufren de psicosis. Se trata de que durante la temprana infancia (antes de los cuatro años) se produce un repudio o rechazo inconsciente a la función paterna (que corresponde al significante fundamental) y, por ende, implica una carencia de La Ley, ley que mediante el Registro de Lo Simbólico mantiene en orden al pensar (en orden con el principio de realidad).


La forclusión puede originarse, por un lado, en una falla materna al no transmitir la función paterna: considerar a su hijo o hija como una extensión de sí misma, una propiedad o un apéndice. Por otro lado, también puede deberse al rechazo inconsciente del padre —o de quien haya debido ejercer esa función— cuando sus actitudes (por ejemplo, de tipo sádico) lo hacen inadmisible para el psiquismo infantil. En ambos casos, el significante del Nombre del Padre no logra inscribirse, lo que abre la vía a una estructuración psicótica.


La palabra «sublimación» proviene de la alquimia y de la raíz latina sublimis, que alude a la elevación en el aire. En el ámbito físico, describe el proceso por el cual un cuerpo sólido se transforma en gas sin pasar por el estado líquido. Fue recién a partir del siglo XV que se aplicó este término a ciertas virtudes humanas. Esta etimología antigua es reveladora: en psicoanálisis, lo relevante no es tanto el carácter «sublime» de la virtud, sino el cambio de estado que implica. Freud observa que la sublimación permite una satisfacción directa sin represión, evitando así el retorno de lo reprimido y la aparición de síntomas. En Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, el mismo Freud afirma que la libido, al sublimarse, escapa desde el inicio al destino represivo, transformándose en deseo de saber y alimentando la pulsión investigadora.


En el Seminario VII, «La ética del psicoanálisis», Lacan vincula la sublimación con Das Ding, la Cosa, ese núcleo opaco que permanece velado en la experiencia humana. Sostiene que la sublimación consiste en contornear esa ausencia, rodear lo que no puede decirse para hacer surgir un vacío fecundo. Recurre a la figura del alfarero, tomada del Libro de la Sabiduría, para ilustrar este gesto: al moldear la vasija, el artesano crea también el vacío interior que le da sentido. Ese hueco central no es un residuo, sino la causa y el efecto de la creación. Así, la sublimación reproduce la falta de la que procede. La Cosa se presenta como una nada, un vacío en el corazón de lo real, y es desde allí que la obra se eleva.


Lacan también describe la sublimación como la invención de un objeto dotado de una función especial. Refiere, por ejemplo, a una colección de cajas de fósforos dispuestas en torno a una chimenea, que dejan de ser utensilios para convertirse en «cosa». Este desplazamiento no equivale a la Cosa en sí, pero la representa en tanto se encuentra involucrado en un proceso creativo. Sublimar, para Lacan, es «elevar un objeto a la dignidad de la Cosa».⁴ Un objeto que no es efecto, sino causa; que porta una excelencia velada vinculada al vacío que lo real inaugura. A diferencia de Freud, quien veía en la sublimación un apartamiento del objeto sexual, Lacan subraya su presencia: «El juego sexual más crudo puede ser objeto de una poesía sin que esta pierda su vía sublimante»⁵


Lacan relaciona el arte y la escritura como synthome y al situar cuál es la función de la escritura postula también la posibilidad de fundar un artificio que supla al padre; relaciona la obra artística y el synthome con la invención, no con la creación ex nihilo, desde la nada. Entonces, ¿qué relación podría haber entre sublimación y synthome? Comprobamos que hay una ausencia de referencias a la sublimación en el Seminario XXIII, pero la sublimación es un destino de la pulsión, ¿tiene algo que decir el synthome acerca de la pulsión? El síntoma, el síntoma neurótico como formación del inconsciente, logra cierto «equilibrio» pulsional, una transacción, pero al mismo tiempo es el equilibrio de un sujeto desgarrado, dividido, que se queja de su síntoma y no puede vivir con él. El synthome, en cambio, desamarra esas significaciones coaguladas del tipo de las significaciones sintomáticas, significantes que amarran un goce sintomático, permitiendo así nuevas inscripciones para la pulsión, permitiendo que pulse un «no podría vivir sin esto», sin el synthome, en lo que Roberto Harari denominó «caos ordenado que pone en cuestión el equilibrio sostenido en el goce fálico del síntoma, promoviendo en su lugar la identificación con el synthome».⁶ El synthome aparece entonces ligado a la categoría de lo necesario, de algo de lo cual no se puede prescindir. Cuestión para investigar es la referencia pulsional en el synthome, el amarre de la invención con la pulsión y la posibilidad de un encuentro, de un «es esto», en lugar del consabido «cuando lo tengo finalmente no es esto» que martiriza al neurótico.


El arte, y en particular la creación artística, preserva su misterio. Aunque hoy es posible aplicar herramientas tecnológicas al proceso creativo, los principios del arte desafían los parámetros racionales que rigen el discurso científico. Su valor no radica en ajustarse a la lógica instrumental, sino en esa dimensión de inaprensibilidad que lo hace persistente y revulsivo, a pesar —o precisamente por— su resistencia a la razón. Giorgio Agamben, en El hombre sin contenido,⁷ ofrece un análisis lúcido sobre la transformación del arte en nuestra época, iluminando los contornos de su enigma persistente. Pero antes de internarnos en sus planteamientos, propongo un acertijo que tal vez nos permita situar de forma más precisa el núcleo del problema.


Podemos suponer que todas las personas que lean este artículo saben escribir, conocen la técnica y la ejercen. Pero ¿cuántas se considerarían escritoras? ¿Cuántas hacen de la escritura una práctica constante y creadora? He ahí la diferencia que me interesa subrayar: el dominio de una técnica no garantiza la irrupción del acto artístico. No existe un título universitario que acredite a alguien como artista. La autoría no se deriva del saber adquirido, sino de la producción y de su reconocimiento en un contexto determinado. El arte, en última instancia, escapa a toda institucionalización.


Así pues, ¿qué tipo de acto es el acto artístico?, ¿qué tipo de acción es la artística si ningún saber previo garantiza alcanzar el fin que se persigue? Nos es difícil pensar en esto hoy en día ya que tal como nos expone Agamben, en la actualidad «todo el hacer del hombre es práctica, es decir, la manifestación de una voluntad productora de un efecto concreto». Su posición es que el destino del arte en nuestro tiempo es inseparable del sentido de la actividad creativa y en concreto del «hacer» del hombre en su conjunto.


No siempre fue así. Los griegos distinguían con claridad dos tipos de acción: poiesis y praxis. Mientras que en el centro de la praxis se encontraba la voluntad que se expresa directamente en la acción, la poiesis se definía por la producción hacia la presencia: un tránsito del no-ser al ser, de la ocultación a la aparición en la luz de la obra. Su esencia no residía en el aspecto práctico o voluntario del proceso, sino en su condición de desvelamiento. En términos artísticos, lo esencial para los griegos era que algo irrumpiera en el ser desde su negación previa, abriendo el espacio de la verdad. Cabe señalar que el mito judeocristiano de la creación del mundo sigue un principio similar: Dios crea el universo ex nihilo, a partir de la nada.


Con la irrupción del latín en el Imperio romano, esta distinción se diluye: poiesis es traducida por agere,⁸ término que implica una acción voluntaria orientada a producir efectos concretos. Para Agamben, este desplazamiento marca una pérdida fundamental: la experiencia central de la poiesis, entendida como producción hacia la presencia, cede su lugar a la preocupación por el cómo, por el procedimiento que da lugar al objeto. El hacer humano queda así absorbido por una lógica de medios y fines, que empobrece la dimensión ontológica del acto creador: «La experiencia central de la poiesis, la producción hacia la presencia, cede ahora su sitio a la consideración del “cómo”, o sea, al proceso a través del cual se ha producido el objeto».⁹


Sin embargo, Agamben insiste en una condición fundamental de la obra de arte vigente desde el surgimiento de la estética: la originalidad. Pero originalidad no significa simplemente unicidad formal o diferencia frente a otras obras, implica una proximidad radical con el origen.


Es decir, una obra original mantiene con su principio formal una relación tan íntima que su aparición en la presencia no puede repetirse. Casi como si la forma se engendrara a sí misma en el momento de su creación, como si se produjera desde el acto mismo. La originalidad señala, entonces, no solo la singularidad de la obra, sino también la irrepetibilidad absoluta del acto que la engendra.


Tal vez ahora resulte más claro por qué, en el campo artístico contemporáneo, las performances —es decir, las acciones artísticas— han cobrado tanta relevancia. Si bien la tecnología y la pericia permiten reproducciones casi exactas de una obra, lo que aún escapa por completo a la técnica es el acto mismo de creación. Surge entonces una pregunta ineludible: si el producto artístico no proviene de un acto puramente voluntario, ¿qué podemos decir del agente que lo produce? ¿Qué tipo de sujeto se activa en esa operación singular?


Llegados a este punto, quien arroja una luz esclarecedora sobre esta cuestión es Michel Foucault, particularmente en su conferencia «¿Qué es un autor?».¹⁰ También resultan valiosas las reflexiones de ciertos artistas que han sido interrogados sobre el acto creativo o que han pensado sobre sus propias obras. Junto a Foucault, consideraré la lectura que hace Giorgio Agamben de esa conferencia en su ensayo «El autor como gesto».¹¹ Cabe una breve aclaración inicial: aunque Foucault se centra principalmente en la figura del autor literario, es evidente que sus conclusiones pueden trasladarse a otros campos de creación artística.


Retomando el acertijo planteado anteriormente, ¿qué diferencia a quienes escriben de quienes se reconocen como escritores?, el mismo Foucault ofrece una pista cuando afirma: «Me he limitado al autor entendido como autor de un texto, de un libro o de una obra cuya producción se le puede atribuir legítimamente. Resulta fácil ver que, en el orden del discurso, se puede ser autor de otras cosas además de un libro: de una teoría, de una tradición, de una disciplina dentro de la cual otros libros y autores encontrarán también su lugar».¹²


En «El autor como gesto», Agamben comenta que, para Foucault, la escritura no expresa simplemente a un sujeto, sino que abre un espacio en el que ese sujeto se borra. Lo cita así: «La huella del autor está sólo en la singularidad de su ausencia»¹³. Este vacío no es un déficit, sino la condición misma de posibilidad del texto como acontecimiento.


Pascal Quignard, en El nombre en la punta de la lengua, ofrece un testimonio literario que ilustra esa desaparición del sujeto: «Por mi parte, reconozco que lo que busco al escribir es la falla. Se trata de esa posibilidad de ausentarme de cualquier aprehensión reflexiva sobre mí mismo por mí mismo en el instante en que escribo... del enigma. ¿Cuál es el enigma? Espacio en blanco es el enigma. Espacio en blanco más cercano a la fuente y de tal índole que quien, contradictoriamente, controla su pérdida nunca se encuentra en condiciones de acercarse a él. Blanco como la gota que doblega el placer».¹⁴


A partir de lo anterior, conviene subrayar una afirmación clave de Foucault sobre la escritura: «En la escritura no hay manifestación ni exaltación del gesto de escribir; no se trata de la sujeción de un sujeto al lenguaje, sino de la apertura de un espacio en el que el sujeto que escribe no cesa de desaparecer». De ahí que compare al autor con un muerto: «el sujeto escritor desvía todos los signos de su individualidad; la marca del escritor no es sino la singularidad de su ausencia. Le es preciso ocupar el lugar del muerto en el juego de la escritura». La crítica y la filosofía, desde hace tiempo, han tomado nota de esta «muerte del autor».¹⁵


En el texto citado, Agamben introduce una precisión significativa a propósito del debate sobre la «muerte del autor»: «No se trata de que el autor esté muerto, sino que, en tanto autor, ocupa el lugar del muerto». Una forma de dejar huella en un lugar vacío. De ahí el título de su ensayo «El autor como gesto». «Si llamamos gesto a aquello que queda inexpresado en cada acto de expresión —dice Agamben— podremos afirmar que, como el infame, el autor está presente en el texto solo como un gesto, que hace posible la expresión en la medida en que introduce en ella un vacío central».¹⁶


Si retomamos aquí la noción de poiesis, entenderemos que, para que el acto creativo pueda emerger como tal, el autor debe instalarse en un vacío central. La originalidad de la obra reside justamente en ese vacío, que la enmarca y la distingue. Foucault, en este contexto, también distingue entre el «nombre de autor» y el «nombre propio» de la persona: el primero no necesariamente coincide con la identidad civil, sino que refiere al modo en que ciertas producciones existen, circulan y se articulan dentro de una sociedad. La autoría, por tanto, no es solo una atribución individual, sino también una construcción institucional y jurídica.¹⁷


Lo verdaderamente revelador —al menos para mí— es que el reconocimiento de la autoría escapa al propio autor. Es el contexto sociocultural el que lo eleva a esa categoría. Basta pensar en los casos de artistas reconocidos únicamente después de su muerte. Esto nos obliga a considerar una dimensión más compleja: la existencia de ficciones colectivas, de engaños compartidos que estructuran nuestras formas de valorar. Aunque el acto creativo es profundamente solitario y no responde a una demanda externa, en un segundo momento aparece un partenaire fundamental y enigmático: la mirada —o la escucha, en el caso de la música—. Tal vez fue Las Meninas de Velázquez la primera obra en incluir literalmente la mirada del Otro: en el centro del cuadro, un espejo refleja a los reyes que observan la escena, introduciendo al espectador en la composición misma.


Lo que permite determinar si alguien es reconocido como autor tiene mucho que ver con el efecto que su obra produce en la mirada o la escucha del partenaire colectivo. Es ahí donde se inscribe una satisfacción específica: no la del artista, sino la del receptor. Sin embargo, en la actualidad la cuestión no gira tanto en torno a quién es autor, sino a qué puede considerarse arte. Desde la década de 1970 y con la irrupción de la posmodernidad, los criterios tradicionales se vieron trastocados. La crisis aún no ha sido del todo superada y el campo artístico continúa buscando formas de rearticularse.


En el arte, la problemática central es la representación. Toda obra representa, pero lo que está en juego hoy es el estatuto mismo de esa representación. El lema posmoderno «todo vale» sacudió los cimientos del arte, desplazando el foco desde el objeto hacia el acto que lo genera. Aunque no me detendré en las particularidades de cada disciplina —pintura, escultura, música, narrativa, poesía—, quiero subrayar algo esencial: el acto creativo no es un proceso cómodo. Muchos artistas describen la creación como un desgarro. El nacimiento de la obra implica atravesar zonas de incertidumbre, soledad y sufrimiento. Y eso no es poca cosa.


La experiencia artística, al estar desvinculada de una voluntad que controle o anticipe su resultado, confronta al creador con el desconocimiento. Y es allí donde radica el valor singular del acto creativo. En el instante mismo de la creación, el artista ignora qué surgirá: no sabe. Ese ausentarse de sí mismo —del que ya he hablado— implica enfrentarse a lo incierto, lo no sabido, lo que para la mayoría de las personas resulta una vivencia dolorosa. La satisfacción aparece al concluir el proceso, pero también está ligada a esa despersonalización radical. Hay una contradicción: ocupar el lugar del muerto —borrarse— satisface; pero enfrentarse al vacío que antecede a la obra, duele.


Enfrentarse a un desconocimiento radical no es, para el ser humano, una experiencia placentera. No obstante, dentro de esa vía podemos distinguir matices. Por un lado, hay un desconocimiento relativo a lo que el artista logrará pasar a la representación; por otro, existe un vacío más radical, que comparece en la propia obra. Este segundo nivel es el que ciertos artistas consiguen hacer girar en torno a su producción. Y ese giro da cuenta de algo íntimo y, a la vez, compartido: una estructura psíquica común, determinada por el lenguaje como medio de representación.


George Steiner, en Gramáticas de la creación,¹⁸ sostiene que la creación está íntimamente ligada a la condición de estar atrapados por el lenguaje. Afirma incluso que «para crear un ser, hay que decirlo». Esta lógica puede extenderse al arte: toda creación depende del campo de la representación que, a su vez, impone una paradoja inherente. Representar es hacer presente, sí, pero también es señalar una ausencia. Lo representado está presente solo en su forma, pero ausente como cosa. Como dijo Lacan: «La palabra mata a la cosa». Decir «elefante» invoca al animal, pero lo sustituye: no hace falta que esté allí, basta con nombrarlo.


En el arte —y especialmente para ciertos artistas cuya obra interesa al psicoanálisis— la cuestión no se reduce a representar algo ausente. Algunos dan cuenta, en sus obras, de un origen concebido como vacío, de una pérdida fundacional cuya única posibilidad de ser figurada es a través de la nada, del silencio o de la ausencia. Esta operación, de una radicalidad profunda, no está exenta de horror. Sin embargo, lo admirable es que muchos artistas logran un tratamiento estético de esa falta, una forma de ligar lo bello con lo que de otro modo sería insoportable.


Escuchemos a una de esas voces. La escritora brasileña Clarice Lispector aborda con valentía los límites del lenguaje y el dolor de la creación. En Agua viva,¹⁹ y especialmente en Un soplo de vida²⁰ —escrito poco antes de morir—, trasmite una vivencia intensa y descarnada del acto de escribir: «Tengo miedo de escribir. Es tan peligroso... Para escribir tengo que instalarme en el vacío. Es en este vacío donde existo intuitivamente. Pero es un vacío terriblemente peligroso: de él extraigo sangre». Más adelante añade: «Escribo para nada y para nadie. Si alguien me lee será por su cuenta y riesgo. No hago literatura: sólo vivo el paso del tiempo». Y concluye, desnudando el núcleo de la representación: «Me pusieron un nombre y me apartaron de mí».


«Me pusieron un nombre y me apartaron de mí». ¿No resuena aquí la paradoja fundamental de la representación que hemos venido desentrañando? Esta frase, desnuda y feroz, encierra una verdad que el psicoanálisis ha sabido escuchar: la palabra, al nombrarnos, nos separa de aquello que somos en lo real. Toda existencia marcada por el lenguaje conlleva una pérdida estructural, una grieta inaugural que nunca podrá ser colmada. Y sin embargo, es desde esa falta que creamos, escribimos, nombramos. El arte, como el sujeto, nace de una ausencia. No hay ser parlante sin corte, sin exilio del ser. Toda obra auténtica testimonia, de un modo u otro, esta incompletud. Siempre.


Geneviève Morel, psicoanalista francesa, afirma: «El artista, al hacer resonar en el otro el eco del goce perdido, reevoca la cosa y la castración que la evacuó, lo cual debería ser horrible, pero ese horror es velado por su arte de la imagen, y puede así engañar al otro. Es en este engaño, en este velo echado sobre la cosa, que reside lo bello».²¹ Desde el psicoanálisis, lo bello no responde a cánones estéticos formales, sino a una función: la de velar con imágenes aquello que, si emergiera sin mediación, sería insoportable. Lo bello es, en este sentido, un engaño necesario, una defensa contra lo real cuando este amenaza con irrumpir sin disfraz. En este punto, el arte se hermana con lo sagrado, con el misticismo que también supo que en el límite del lenguaje se agazapa la experiencia más radical de incompletud.


Los criterios estéticos han experimentado transformaciones profundas desde la segunda mitad del siglo XX. Lo bello, incluso en el campo del arte, ya no se define por la adecuación a un objeto o por determinadas propiedades formales. El valor estético se desplaza hacia la experiencia, hacia lo que la obra convoca y desestabiliza en quien la recibe. Pascal Quignard lo expresa con lucidez: «Sueño y engaño son las palabras con las que juega nuestra lengua. En otro tiempo se decía sublimado, sublime. El pensamiento está encomendado a la ficción porque está encomendado a negar algo ausente. Los dos materiales de los que está constituido el pensamiento humano son la ausencia, el apartamiento con respecto a lo real, y la negación, el apartamiento con respecto a esta ausencia».²² Esta formulación no deja de sorprenderme por su precisión: sin necesidad de nombrar al psicoanálisis, Quignard alcanza, desde la literatura, lo que Freud ya había vislumbrado como la lógica del síntoma: la ficción como defensa, como sustituto, como verdad deformada.


Allí se encuentra también el corazón del síntoma tal como lo aborda el psicoanálisis: una ficción que ha fracasado. El síntoma da cuenta del intento fallido de un sujeto por engañarse, por sostener una narrativa que le permita soportar la falta estructural. Cuando esta ficción se resquebraja —cuando ya no engaña— emergen el dolor, la angustia o lo que hoy se nombra, algo simplificadamente, como depresión. El recorrido analítico permite desarmar ese síntoma, no para eliminarlo, sino para leerlo, para convertirlo en saber. Se trata de un saber singular, íntimo, próximo al origen, tanto como la obra de arte. Cada análisis permite al sujeto vislumbrar la estructura de su ficción elemental, reconocer su fracaso, y, quizás, elegir otra forma de habitarlo.


El análisis produce un saber que no oculta la falta, sino que la incluye como su fundamento. Ese saber, articulado en palabras, transforma la relación del sujeto con su mundo y consigo mismo. Saber que el pensamiento mismo está estructurado como ficción —como apuntaba Quignard— no es una derrota, sino una forma más serena de habitar la existencia. Al advertir el engaño sobre el que se construye nuestra verdad, podemos aligerar su peso, reconfigurar nuestros vínculos, permitirnos el deseo sin demandar completud. Y en ese punto, arte y psicoanálisis se tocan: ambos trabajan con el vacío, lo nombran, lo rodean, lo velan, lo reinventan. En ambos casos, hay creación.


Espero que el recorrido que hemos transitado permita, al menos, habitar el arte desde otra perspectiva, y quizás incluso haya servido para acercarse a la esencia misma de la experiencia analítica, tan próxima en sus fundamentos al acto creativo. El producto de un análisis no es un saber abstracto, sino el sujeto mismo que, a través del recorrido, ha aprendido a hacer con su pulsión. El producto del arte, en cambio, es una obra: un objeto externo que porta, sin decirlo del todo, ese saber hacer con la nada. Tanto el psicoanálisis como la creación artística implican un trabajo con el vacío, con lo innombrable, con la imposibilidad de la totalidad. Pero desde ahí —y solo desde ahí— puede extraerse una forma de satisfacción que vuelva la existencia un poco más habitable.


Tal vez por ello psicoanálisis y arte han compartido históricamente un destino revulsivo: ambos han cuestionado los órdenes establecidos, han desestabilizado las certezas. Desde Freud, el interés del psicoanálisis por el arte fue manifiesto: su ensayo sobre Leonardo da Vinci es apenas uno de los muchos ejemplos posibles. Freud veía en el arte una de las formas privilegiadas de sublimación pulsional. Más adelante, Lacan desplazó esa lectura, anudando pulsión y deriva: la pulsión se satisface en su propia circularidad, no en la producción de objetos normados o socialmente funcionales. Por eso, el «savoir faire» que se obtiene tras un análisis no necesariamente se traduce en obra de arte. Pero sí en una relación distinta con el goce, incluso con la pulsión de muerte.


La persistente confusión entre creatividad y neurosis ha llevado a más de un artista a desconfiar del psicoanálisis. Se creía —y aún se cree— que la angustia neurótica es la fuente de toda creación, y que el análisis, al curar, aniquilaría la inspiración. Pero Freud sostenía lo contrario: liberar al sujeto de sus represiones no inhibe su capacidad creativa, sino que posibilita una mayor disponibilidad libidinal para la obra. A pesar de ello, el prejuicio perdura, y no es infrecuente escuchar que el arte se «cura» si el artista se analiza. Como en todo proceso subjetivo, el resultado no puede anticiparse. Ni el artista sabe a dónde lo llevará su obra, ni el analista puede prever el destino de un análisis. Solo a posteriori puede juzgarse si el trayecto ha dado lugar a una producción capaz de tocar, de conmover, de sostener una verdad. En ambos casos, permanece un resto: lo innombrable que causó.


Lo que queda por decir

El recorrido realizado nos ha permitido pensar la creación artística no como un efecto técnico o voluntario, sino como un gesto radical que pone en juego la relación del sujeto con el vacío, con lo imposible de simbolizar, con aquello que escapa al sentido y sin embargo insiste. A partir de los conceptos psicoanalíticos de forclusión, sublimación y synthome, el arte aparece como una forma privilegiada de trabajo con el goce, una operación que transforma la ausencia en presencia mediante la construcción de un objeto que no representa, sino que evoca. La escritura, la pintura, la música o la escultura son modos de rodear lo innombrable, de hacer visible lo invisible, como decía Paul Klee²³.


La originalidad de la obra no reside únicamente en su unicidad formal, sino en su proximidad con el origen, con esa zona sin palabras en la que el lenguaje tropieza con sus propios límites. En ese sentido, la creación artística se aproxima al acto analítico: ambos suponen un savoir faire con lo imposible, una ética del vacío, una invención que no pretende colmar la falta sino convivir con ella. Si el artista y el analista logran articular algo desde esa falla estructural, su acto cobra valor como producción subjetiva y social. Por ello, el arte —como el psicoanálisis— sigue siendo, en este tiempo de algoritmos y tecnociencia, una vía irremplazable para producir sentido sin clausurar el enigma.

¹ Ph. D. en Ciencias Políticas por la Universidad de Complutense de Madrid, Ph. D. en Sociología por la Universidad de Barcelona, Magister Scientiae en Métodos Matemáticos Aplicados a las Ciencias Sociales por la Universidad de Costa Rica, psicólogo por la Universidad Francisco Marroquín. Docente en la Universidad Mesoamericana, sede central.


² Jacques Lacan, El seminario. Libro 3: Las psicosis, 16. Jacques Lacan, el introductor del término, lo tomó del derecho. En el «Seminario sobre la psicosis» (Seminario III) planteó la estructura de la psicosis como efecto de la «forclusión» del significante del Nombre del Padre.


³ id.


⁴ Lacan, El seminario. Libro 7: La ética del psicoanálisis, 139.


id., 197.


⁶ Roberto Harari, «Lo inconsciente ¿es estructurado como un lenguaje?», en La pulsión es turbulenta como el lenguaje. Ensayos de psicoanálisis caótico.


Giorgio Agamben, El hombre sin contenido, 34.


⁸ Acto. Actus: de agere, obrar, practicar, estar en acción, producir efectos y resultados, hacer algo; equivalente al gago, agein, en sentido recto arrear, conducir, apartar a los animales que se presentan por delante, y traslaticiamente se dijo luego de toda acción en la cual se pone algún esmero.


⁹ Agamben, «El autor como gesto», en Profanaciones, 77-89.


¹⁰ Michel Foucault, «¿Qué es un autor?», en Entre filosofía y literatura, 95-123.


¹¹ Agamben, «El autor como gesto».


¹² Foucault, «¿Qué es un autor?», en Entre filosofía y literatura, 190.


¹³ Agamben, «El autor como gesto», en Profanaciones, 78.


¹⁴ Quignard, El nombre en la punta de la lengua, 58.


¹⁵ id., 78.


¹⁶ Agamben, «El autor como gesto», en Profanaciones, 87.


¹⁷ Foucault, «¿Qué es un autor?», 95-123.


¹⁸ George Steiner, Gramáticas de la creación.


¹⁹ Clarice Lispector, Agua viva, 88.


²⁰ Lispector, Un soplo de vida, 50-52.


²¹ Geneviève Morel, Ambigüedades sexuales.


²² Quignard, El nombre en la punta de la lengua, 42.


²³ Paul Klee, The Diaries of Paul Klee, 1898-1918, sección «Creative Credo», 76. La frase complete: «Art does not reproduce the visible; rather, it makes visible».

Bibliografía


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