Vademécum Histórico Guatemalteco
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CARRERA, SOTERO

(1807-1850). Coronel, Corregidor del Departamento de Guatemala (1844) y Corregidor de Sacatepéquez (1844-1850). Nació el 22 de abril de 1807, en la aldea Lo de Rodríguez (Guatemala). Hijo de Simón Carrera y Juana Rosa Turcios. Su nombre de bautizo fue Anselmo Sotero. Hermano de Rafael Carrera. Antes del ascenso político de su hermano Rafael fue artesano, hojalatero y talabartero, especializado en la construcción de sillas de montar. En 1834, recibió clases en la Academia de Estudios. En 1838 se unió a su hermano en la revuelta contra el régimen liberal de Mariano Gálvez. El 1 de agosto de 1840, se le otorgó el Potrero de las Milpas, en la cercanía de Jocotenango. José Domingo Sarmiento, en las Ciento y una (escrito publicado en forma póstuma), lo caracterizó en la forma siguiente: El gobernador actual de Guatemala es Sótero Carrera, hermano del presidente, a quien sobrepasa en toda clase de vicios. En sus borracheras, que son muy frecuentes, ordena el asesinato, sin sombra de pretexto, de algunos de sus habitantes; pero como es hermano del dictador nadie se atreve a denunciar sus numerosos crímenes. Fue asesinado en la Antigua Guatemala, cuando era Corregidor de Sacatepéquez. Carlos Wyld Ospina escribió sobre su asesinato: Según se sabe, el brigadier Sotero Carrera, de firme entronque en el gobierno del temible guerrillero, su hermano Rafael- era hombre de temperamento díscolo y temerario, y habíase constituido en el cacique de la Antigua, con el cargo de gobernador del Corregimiento de Sacatepéquez. Parece que, por motivos que no especifican las crónicas, vejó y perjudicó a una familia de la localidad apellidada Morales, que vivía en el barrio de El Jute. La animosidad del gobernador se enconaba especialmente contra uno de los miembros de aquella familia, Julián Morales, sujeto de índole pacífica y enemigo de las camorras. Pero a tanto llegó Carrera en su afán de provocarle, que cierta vez le echó encima el caballo que montaba, arrojando a Morales por tierra, medio descalabrado. El ánimo del ofendido, agua mansa en lo habitual, se tornó bravío, y dispuso poner fin, de una vez por todas, a las acometividades de su agresor. Armóse con un pistolón de dos cañones –arma usual en aquellos tiempos- y se situó al amparo de un pilar del Cabildo, ubicado al norte de la Plaza Real y que era un edificio de doble arcada de piedra de sillería, todo de bóveda y con dos órdenes de arquitectura. Morales esperó allí al señor brigadier. Al filo de las cuatro de la tarde, Carrera desembocó en la plaza a lomos de un brioso equino, como tenía por costumbre; se detuvo frente al cuartel y cruzó algunas palabras con el oficial de guardia, mientras éste le presentaba armas. Morales cogió la ocasión por los cabellos y disparó certeramente su pistola contra el barbarócrata provinciano. Este, al sentirse herido, hizo una mueca que debe de haber parecido luciferina, y abrió desmesuradamente los ojos, al decir del cronista, aunque es probable que nadie atendiese a estos detalles ni pudiera precisar los gestos del agredido, así fue de rápido e inesperado el ataque. Pero, hombre de pelo en pecho como era el brigadier, no profirió queja ni exclamación algunas, y espoleando a la cabalgadura, galopó hacia la calle de Santa Catarina con rumbo hacia su domicilio particular. No valióle el arresto, porque a unos veinte pasos cayó muerto sobre el pavimento. Morales, que ha de haber sido listo además de pacífico, percatóse de las ventajas que para huir le ofrecía la confusión consiguiente entre soldados, vecinos y transeúntes, y deslizóse en sinuosa fuga por el dédalo de tenderetes que ocupaban la plaza. Algunos soldados, a las órdenes de un cabo, separáronse de la guardia en persecución del fugitivo; pero éste ya se había esfumado como un trasgo, nadie supo por dónde. Días después ganó la frontera salvadoreña, e internóse, sano y salvo, en el Estado limítrofe. A los pocos años ya estaba de vuelta en Cuilapa, donde residió con nombre falso, sin reincidir en ninguna hazaña truculenta. Y así fue como, a escasa distancia del histórico palacio de los capitanes generales, se consumó uno de los crímenes más sonados de la época, moviendo a más y mejor las lenguas de la gente de todo linaje, entregada al monótono ritmo de una existencia en que se prolongaba la rutina colonial. A guisa de apéndice, nos advierte el narrador que hubo de circular otra versión acerca de los móviles del suceso: díjose que el asesino no obró por cuenta propia sino como ejecutor de los designios de una banda de conspiradores, a la cual él perteneció, y que tenía interés de quitar de en medio al famoso caballista y alto jefe del ejército. Fue sepultado en las bóvedas de la Iglesia de La Merced.

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